martes, 23 de septiembre de 2014

Hagamos las cosas bien (adiós, Gallardón)

Ha dimitido Gallardón. Ha cumplido su palabra. Abandonado a su suerte por su señor, este buen vasallo ha decidido retirarse. Rajoy dice que no va a sacar una nueva ley para que otro gobierno la cambie. Traducido al idioma del resto de los mortales: sabe que no va a ganar las próximas elecciones generales. Sea cual sea el motivo, creo que la mayor parte de nosotros nos felicitamos de la retirada de una ley discutida y discutible, lamentada y lamentable. No aumentará la clandestinidad, ni veremos a nuestras compatriotas dejándose perforar el útero en cuchitril o haciendo turismo sanitario por los países vecinos.
En su momento ya le dejé la palabra a mi amigo, el cirujano griego Higiarco, cuando tuvo que asistir a las consecuencias de un aborto chapucero (podéis refrescar la memoria AQUÍ). Celebremos ahora, con él, que hay otra forma de hacer las cosas, como se han hecho durante miles de años (pese a la hipócrita ceguera de los puritanos) por parte de profesionales competentes. Aunque ahora, por suerte, tenemos medios mejores de los que tenían los antiguos griegos...



Vuelvo a mi tienda. Nicón, cómo no, aparece para asegurarse de que no descanse. Le cuento lo que ha sucedido con la concubina de Timodemo. No estoy seguro de que comprenda todo el horror de la situación. Entiende el dolor de la mujer, el sufrimiento de su amante, la preocupación de sus compañeras, pero no sabe lo peor de todo: que hay otras formas de hacer las cosas. La pobre desgraciada hubiera podido salir con bien solo con que hubiera consultado a un buen médico o a una matrona verdaderamente experta.


La mujer se llama Aglaia. Ha venido a ver a mi padre y en su rostro se marcan tanto la preocupación como la vergüenza.
            -Tengo un problema. Mi marido está embarcado y yo estoy preñada.
         -Cualquier matrona podría ayudarte. -Sigue ordenando las cosas de su clínica, como si no prestase atención.
            ‑No quiero a cualquier matrona, quiero a Demófilo.
            ‑Soy cirujano. Lo que me pides no corresponde a mi arte.
          ‑Los cirujanos sanáis a los hombres de sus enfermedades lo mismo que de sus heridas. Conocéis las hierbas, por eso os llaman "los cortadores de raíces".
            ‑Tú lo has dicho, Aglaia: sanamos a los hombres. Los soldados no abortan.
          ‑Los soldados tienen amantes, y las amantes tienen maridos. Sabes lo que necesito, Demófilo, no me hagas suplicártelo más.
            Mi padre asiente. De un estante alto saca una cajita con resina. Con una cucharilla separa una porción ínfima y la disuelve en una escudilla de agua hirviendo.
        ‑Es raíz de nueza -me susurra, asegurándose de que ella no lo oye-. Venenosa. Hay que ser muy cuidadoso con la cantidad, o matarás a tu paciente. -Se vuelve hacia la intranquila mujer- Espera a que se enfríe y tómalo. No salgas de casa en todo el día porque tendrás mucha diarrea.
            ‑Podrías darme un astringente.
         ‑No lo haré. La diarrea es necesaria para purgar el exceso de veneno. Si no lo expulsas, absorberás demasiado y yo no tendré forma de controlar la dosis que necesitas. Toma también ruda y hojas de ajenjo.
            La mujer espera a que el bebedizo se enfríe y lo traga, entre la avidez y la repugnancia. Cuando termina, acuerda el precio con mi padre y promete traérselo al día siguiente.

  

Nicón me pregunta cuándo fue eso. Las cosas que pasan en el campamento y las que yo narro de mi infancia transcurren en el mismo orden, y eso parece demasiada casualidad. Es posible que a veces me confunda, pero en este caso no tiene importancia. Un año arriba o un año abajo, qué más da; esas cosas sucedieron y eso es lo importante. Fue en algún momento de mi infancia, y es irrelevante cuándo exactamente. La formación que recibí de mi padre fue una rampa, no una escalera: paso a paso, poco a poco. Con algún escalón de vez en cuando, sí, pero da igual qué peldaño subí primero. Si el campesino herido fue antes o después que la esposa infiel no afecta a la verdad: aprendí a curar heridas sucias y aprendí a practicar abortos sin daño para la mujer.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Tengo un aqueo en mi ordenador

¿Por qué se los llama “troyanos” y no “aqueos”?
Propuesta (sin posibilidad de éxito) de cambiar el nombre al programa malicioso.


Un motivo de conversación habitual con algunos amigos es lo poco que saben de cultura clásica quienes eligen algunos nombres. Así pasa con Freud y su “complejo de Edipo” (Edipo no lo tenía, jamás se enamoró a sabiendas de su madre y nunca odió por ello a su padre). Así sucede también con el tontolhaba que decidió llamar “síndrome de Diógenes” a la acumulación compulsiva de objetos (cuando Diógenes vivía sin absolutamente nada). De estos dos conceptos hablaremos otro día. Hoy me centraré en lo inapropiado de un término informático: los troyanos.

Un “troyano” es un programa que penetra en un ordenador y “abre una puerta” para que el hacker pueda realizar acciones no deseadas por nosotros. Copio a continuación un párrafo de la web de Panda Security:
Los troyanos no se propagan por sí mismos, y su nombre deriva del parecido en su forma de actuar con los astutos griegos de la mitología, ya que los troyanos llegan al equipo del usuario como un programa aparentemente inofensivo.
El artículo completo está AQUÍ.

¿A qué astutos griegos se refieren? Os transcribo un párrafo de Las Troyanas, de Eurípides:
Porque Epeo, el focense del Parnaso, fabricando por arte de Palas un caballo preñado en armas, introdujo en las torres esta carga funesta.

La mayoría de quienes leéis esto ya estáis familiarizados con la historia del Caballo de Troya. Aún así, hago un rápido resumen. Epeo construye un enorme caballo hueco en el que, por indicación de Odiseo/Ulises, se introducen algunos héroes aqueos. Los habitantes de Troya introducen el caballo en su ciudad. Al amparo de la noche, los aqueos salen de su escondrijo y abren las puertas de la muralla. Después, ya sabéis: degüello, llamas, violaciones...

A ver... Los troyanos son los pobres habitantes de Troya, no los saqueadores ocultos en el caballo. Por tanto, si queremos utilizar una metáfora culta para el malware, los “troyanos” serían los programas legalmente instalados en nuestro ordenador y que sufren las consecuencias. La comparación correcta para el programa malicioso sería llamarlo “aqueo”...

Por cierto, que esta incorrección es exclusiva de nuestro idioma. En inglés, a estos programas se los llama “trojan horses”, un nombre bastante más adecuado.